jueves, 25 de septiembre de 2008

En Las bodas de Cadmo y Harmonía de Roberto Calasso

Cuando la vida se encendía, en el deseo o en la aflicción, o incluso en la reflexión, los héroes homéricos sabían que un dios les movía. Lo sufrían y lo observaban, pero lo que ocurría era también una sorpresa para ellos. Desposeídos así de su emoción, de sus vergüenzas, pero también de sus glorias, fueron los más cautos al atribuirse el origen de sus actos. "No eres tú para mí en nada culpable, pues para mí culpables son los dioses", dice el viejo Príamo contemplando a Helena en las Puertas Esceas. No conseguía odiarla, ni verla como la culpable de nueve años sangrientos, aunque el cuerpo de Helena fuera el mismo simulacro de la guerra que estaba a punto de terminar en una matanza.Ninguna psicología ha dado desde entonces un paso más, salvo para inventar, para esas fuerzas que nos mueven, nombres más largos, más numerosos, más toscos y menos eficaces, menos afines a la estructura de lo que ocurre, sea placer o terror. Los modernos están muy orgullosos de su responsabilidad, pero así pretenden responder con una voz que ni siquiera saben si les pertenece. Los héroes homéricos desconocían una palabra tan molesta como "responsabilidad", y no la habrían creído. Par ellos, es como si cada delito se produjera en un estado de enfermedad mental. Pero en este caso esa enfermedad significa presencia operante de un dios. Lo que para nosotros es enfermedad, para ellos es "exaltación divina" (átê). Sabían que esa invasión de lo invisible acarreaba, frecuentemente, la ruina: tanto que, con el tiempo átê pasó a significar "ruina". Pero sabían también, y Sófocles lo dijo, que "nada grandioso se aproxima a la vida mortal sin la átê".El pueblo obsesionado por la "insolencia" (hýbris) era el mismo que contempló con la máxima incredulidad la pretensión de que el individuo debe hacer algo. Lo que el individuo seguramente hace es lo mediocre; tan pronto como le roza un soplo de grandeza, de cualquier tipo, viciosa o virtuosa, ya no es él quien actúa. Después el individuo se desploma como un médium cualquiera tan pronto como le abandonan las voces. Para los héroes homéricos no subsistía el culpable, sino la culpa, inmensa. Era el miasma, que impregna sangre, polvo y lágrimas. No diferenciaban, con una intuición a la que los modernos todavía no han llegado, después de haberse alejado de ella, el mal de la mente y el mal de la cosa, el asesinato y la muerte. La culpa es como un pedrusco que obstruye el camino; es palpable, inminente. Puede que el culpable sufra tanto como la víctima. Ante la culpa sólo vale el cálculo despiadado de las fuerzas. Ante el culpable existe siempre una última vaguedad. Jamás se acaba de saber hasta qué punto lo es realmente, porque el culpable forma cuerpo con la culpa y obedecerá su mecánica. Quizá aplastado, quizá abandonado, quizá liberado. Mientras tanto, la culpa sigue rodando sobre otros, creando otras historias, otras víctimas. p. 91-92La capacidad de control (sophrosýnê), la habilidad de dominarse, de dominar, la agudeza de la mirada, la sobria elección de los medios adecuados para alcanzar los fines: todo esto aleja la mente de las fuerzas, concede la ilusión de utilizarlas sin ser utilizado por ellas. Y es una ilusión eficaz, que con frecuencia se confirma. La mirada se ha vuelto indiferente y lúcida hacia todo, pronta a captar cualquier ocasión y a aprovecharla. Pero, en esta mirada circular, sigue habiendo una mancha negra, un punto que la mirada no ve: ella misma. La mirada no ve la mirada. No reconoce que ella misma es una fuerza, como las que entonces pretende dominar. La mirada fría sobre el mundo modifica el mundo con una violencia igual a la del aliento inflamado de Egis, que abrasa una tremenda extensión de tierras, de Frigia a Libia.Atenea es la fuerza que ayuda a la mirada a verse a sí misma. Tal es su intimidad con sus protegidos que se aposenta en su mente y habla con la mente de la mente. Por esto el padre de Ayax dice a su hijo: "Hijo, procura triunfar con la lanza, pero triunfar siempre con la ayuda de la divinidad". Ayax responde: "Padre, al amparo de los dioses incluso el que nada es podría conseguir triunfos, pero yo confío que incluso al margen de ellos he de granjearme la gloria". Entonces Atenea interviene y devasta la mente de Ayax, como una de esas ciudades que la diosa se complace en saquear: despiadada con aquellos que utilizan sus emblemas -la mirada aguda, la rapidez del pensamiento, la pericia de la mano, la inteligencia que arranca la victoria- para olvidarlos. Y aquí se consuma la diferencia entre Ulises y un héroe ingenuo e insolente como Ayax. Para Ulises, la presencia de Atenea es la de una conversación secreta e incesante: como el chillido de una garza, con el timbre broncíneo de una voz, con las alas de una golondrina aposentada en una viga o con cualquier otra figura; pues, como recuerda Ulises en una ocasión a la diosa, "tomas todo tipo de apariencias" y el héroe sabe que podrá reconocerla en cualquier lugar. Sabe que no debe esperar siempre el esplendor deslumbrante de la epifanía. Atenea puede ser un mendigo o un viejo amigo. Es la presencia protectora. Un antiguo equívoco reina entre Atenea y "lo masculino", que la diosa ama "con toda el alma". Atenea arma a los hombres para liberarse de la opresión de tantos soberanos, y sobre todo del cielo y de la tierra, que ya se estremecieron un día al oír el grito agudísimo con el que la diosa salió de la cabeza de Zeus, y se estremecieron porque reconocieron en aquella niña su nueva enemiga; pero Atenea no concede a los hombres el arma para liberarse de Atenea. En cada ocasión que el hombre celebra su propia autonomía, con palabras torpes y actos criminales, Atenea es ultrajada. Su castigo no tarda, y es durísimo. Quien no la reconoce en ese momento ya no es un héroe insolente como Ayax, sino uno de los tantos "que nada son" que Ayax despreciaba. Ellos son los que avanzan, altaneros e ignorantes, apestando la tierra. Los herederos de Ulises siguen conversando silenciosamente con Atenea. p. 209-210

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